Cuento sin nombre Nº 6

He venido esta noche aquí, señores y señoras del Partido Heterosexual, a compartir mi experiencia como homosexual declarado. Quisiera informarles un poco sobre la aspereza de la vida que llevamos los del partido opositor, aún habiendo superado la persecución política.
En primer lugar, habrá que hablar sobre descubrirse homosexual, que viene siendo más o menos como la varicela. A todos nos llega a distinto a tiempo y edad; pero es seguro, a todos nos llega. Por ejemplo, yo, no me descubrí loca, como dirían ustedes, hasta pasados los veinte, siendo yo aún bastante jovencito. La verdad es que fue un proceso simple, pero tedioso, que hubiera dejado atónito a cualquiera.

Salí yo tarde de una discoteca de moda con algunas líneas y piedras dentro, haciéndome acompañar por mi inseparable Sancho de aquél entonces. Éramos jóvenes ansiosos de nuevas experiencias, que solo buscaban pasar un buen rato, conscientes de lo efímero del ser humano. Decidimos, por nuestra condición y haciendo todavía uso de nuestras facultades racionales, dormir sobre los cueros de un bocho mío. No era ningún hotel cinco estrellas, pero se podía pasar la noche ahí. Mi memoria abarca hasta el momento preciso en que, recostado sobre el asiento, dejo caer mis párpados como caen la bolsa de valores y duermo profundo en demasía.

Me vi en un cuarto oscuro y gélido por la lluvia de medianoche, tirado en cama padeciendo fiebre. Y al fondo, un closet de madera barata, minimalista hasta el mal gusto. Un closet vulgar; vulgarmente un closet, cuyas puertas se sacudían removiendo la vulgaridad como el polvo, sustituyendola por el absurdo, de manera que era ahora absurdamente un closet. Y el alboroto se detiene. Después de un suspenso con finalidad puramente dramática, sale una figura que recuerda a mí, mirando al vacío y con paso militar, pálido como los muertos y sus labios no casaban del todo. Y no es que no casaren del todo, más bien, no casaban para nada, dígase por labio leporino. Además, llevaba el pelo como si fuese un nido, y pareciera que llevaba un mar en los ojos. Da un recorrido por el área del dormitorio lanzándome al final una mirada. Y yo estoy helado. Camina decidido hacia la puerta tras de mí, hasta entonces fuera de mi periferia, cerrando con portazo que lo oirían los reyes de Arabia. Me quedo sedado por el miedo y el asombro, inundado por un silencio asfixiante. De nuevo, al fondo, el closet se sacude rompiendo el silencio como se rompe el cristal, cesando posteriormente. La misma figura, que hace un momento salía de la habitación, sale ahora del closet, y sigo sin entender nada. El ruido de sus pasos tan seguros me resulta melodioso, aunque me espante. Da el recorrido y cierra con el retumbante portazo. Una vez más el closet quitándose las hormigas, así como el portazo resonando. Y esta rutina se repite una y otra y otra vez; permitiéndome perder el pánico inicial y observar la secuencia detenidamente. Desde el closet, pasando por la mirada y el portazo. No era una figura que recordaba a mí, ¡era yo! ¡Era yo saliendo del closet! ¡Saliendo literalmente! “

Fueron esas las últimas palabras de doña Galaxia Gutiérrez, nom de guerre, antes que fuera fusilada por los del PH, con algo peor que el plomo: la indiferencia. Nadie la tomó en serio, y murió, espontáneamente.

Alejandro Ayala, 2014.

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